Home
RECORDANDO A AVELINO
    He asumido como una obligación, que cumplo gustoso, intervenir, en representación de muchos de vosotros, en este acto de evocación de nuestro amigo.

    Si Avelino afrontó su muerte con una entereza de la que me gustaría tomar ejemplo, espero que no suenen fúnebres mis palabras si no eludo pronunciar esa espantosa, las mas de las veces, palabra.

    Apenas hace dos años que sufrí como una mutilación propia la muerte de mi madre. Como muchos habréis pasado por el trance ya sabéis del hueco que permanentemente queda, incluso cuando el ánimo encuentra motivo y compañía para expansionarse alegremente.

    Pero no fue esa ni la primera ni la última vez que he experimentado, bien que de distinto modo, ese sentimiento; por lo que ya me voy acostumbrando a vivir con algo a lo que no queremos a veces darle el nombre de ausencia, y que es la compañía de un recuerdo que ya no nos abandonará nunca. Como te pasa ahora Teresa.

    La primera fue cuando Luis Álvarez Ude en una madrugada vino a decirme que José Fermín Ariztegui Tellechea acababa de fallecer en un accidente de tráfico a su regreso de Madrid a Guipúzcoa. Luego vino el de Juan Canet y quienes le acompañaban Joaquín Macías, Bienvenida Gómez y Francisco Javier Servant.

    En estos casos sentía, sentíamos, que el peso que, quizá con arrogancia juvenil, habíamos pretendido cargar sobre nuestras espaldas, se hacía expresivamente excesivo.

Tenía admiración por aquel obrero vasco, sacado del caserío, que aún no se había librado de todas las dificultades para expresarse en castellano, al que muchos creo que no llegásteis a conocer; y sentía admiración por Juan Canet (y su mujer Teresa), al que muchos de vosotros conocisteis, y al que en junio de 1977 decenas de miles de extremeños le tributaron una despedida que anticipaba la pervivencia de su memoria en aquella tierra, que no era la suya natal, a la que le había llevado el trasiego que entonces nos traíamos, también los abogados laboralistas que siguieron su admirable estela.

    Después de la desaparición de ORT, murió en Madrid Pedro Cristóbal, al que conocí en París, miembro de la dirección exterior de CCOO,  que no pudo disfrutar aquí su jubilación; luego Manolo Bedoya ¡qué descubrimiento personal fue para mí conocerlo en la época post!; pocas veces me he encontrado con una personalidad tan positiva, alegre y aún guasona, en una envoltura tan seria; ... Pepe Tejeiro al que tuvimos ocasión de despedir juntos en Aranjuez; Amparo Arangoa, a quien no había visto en muchos años, y a la que encontré en cierta ocasión en mi tierra natal no mucho antes de su fallecimiento.

    En todos estos casos... que no son desgraciadamente todos, -y de cuyos nombres quisiera ahora acordarme- ya no teníamos una tarea común, una obra colectiva en la que echarnos de menos. Sencillamente era la muerte mostrándose como la describe un personaje de García Márquez: saber que no volverás a ver nunca más a un amigo; lo que equivale a tener que admitir que no habrá ocasión, aunque quisieras, de compartir con él, ni siquiera en la distancia, esas alegrías o tristezas, surgidas para cada uno en su aventura propia a partir de la etapa que se abrió -quizá culminando nuestra juventud- cuando la política, que nos había unido, nos disgregó.